Y un día las historias se encontraron.
Ella se desprendió de un árbol. Su vestido y cabello
flamearon como en un sueño. El viento acompañó su quieto transmutar. Permaneció allí, junto a su reflejo, mirando a lo lejos lo que el día traerá.
En el alba, aparece él, con su nariz como
una larga línea recta, con su andar sospechoso, con su sonrisa siniestra; como hace días, luce otra vez su chaqueta de cuero y
sus cabellos negros y desparejos. Se detiene al costado de la ruta. Sobre él, la luz de aquel faro se vuelve a oscurecer; se
apaga y se prende como “Luna y Ñac”.
Sin espacios, sin un tiempo, se encontraron en el centro; uno protagonista, otro su alter ego.
De repente, un ángel de la guarda con sus alas deshilachadas
por tantas vidas salvadas, atraviesa la manzana desteñida con sus blancos
marfiles dientes; y un sonriente señor ciego daba vida entre sus
manos a una espléndida escultura. Y aquella, la ojerona mujer que se apura
hacia el trabajo, ciega, ignora por completo la belleza de la lluvia.
Y un día las historias se encontraron.
En el café de mi barrio, al cruzar la pasarela. Flotando en
las hojas verdes de aquella primavera.
De pronto, las flores se marchitaron. Los pétalos se
confundieron con diademas y se fueron a vestir a una princesa.
Y tan súbita como
la muerte, nacieron mil y una noches, se enredaron acertijos e historias a
jirones.
Y ese día tan deseado, jamás fue recordado: el día que un
borrador, en su cajón encerrado, dio paso a una nueva historia de historias que
se encontraron.
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