Me encontré en medio de aquella
extraña situación sin saber cómo reaccionar; lo único que se me ocurrió fue
seguir a la mayoría, ellos seguramente sabían por qué hacían lo que hacían. Empujado
por la muchedumbre, también yo corrí hacia mi auto, que vaya a saber Dios dónde
lo había estacionado. Luego de unos instantes de desesperante ansiedad y de
girar sobre mí mismo, sentí que estaba atrapado. Estaba en el medio del caos.
Los autos comenzaron a despejar el estacionamiento y yo a desesperarme por mi
mala memoria. Finalmente, en la quinta fila pude distinguir que detrás del auto
gris que emprendía una fugaz marcha, estaba mi pequeño vehículo esperándome
impasible. Acelerado, me puse en marcha y manejé atolondradamente hacia el
departamento. Nunca me detuve a pensar por qué lo hacía, simplemente huí tras
el imaginario colectivo de la gente del lugar; llevaba dos días y medio aquí,
no podía pretender estar al corriente de estas situaciones en tan poco tiempo.
Ya en mi territorio, me puse más
reflexivo y, mientras fumaba en la ventana, comencé a pensar en esa gota que
cayó sobre mi nariz al tiempo en que vislumbraba que el cielo estaba distinto y
que la gente comenzaba a actuar extraño. Me abstraje un momento en el paisaje
que tenía desde ese tercer piso: las calles vacías, las ventanas cerradas; ni
un alma transitaba esas veredas. No lograba comprender totalmente lo que había
pasado y no me atrevería a preguntar, si existiera esa posibilidad.
Esta situación me dejó un poco
perturbado por algunos días. Lo que más me llamaba la atención es que, luego
del hecho, nadie hablaba de otra cosa. Diarios
y noticieros locales pasaron un día entero hablando de esta noticia. Los
cronistas se apostaron desde temprano en las calles para tomar testimonio de
los posibles testigos u opiniones de los transeúntes chismosos. Si alguien
hubiera visto mi cara de desconcierto creo que se habría burlado un buen rato.
Pasaron algunos meses y olvidé
por completo todo lo sucedido esa mañana de abril. De a poco comencé a conocer
a la gente y a adaptarme a esta hermosa ciudad. Recorrí sus calles, algún día
distraído tropecé con sus acequias, conocí su gente, tomé sus vinos: me sentí
parte de ellos. Pero esta sensación se convertiría en un hecho.
En noviembre salimos a comer con
unos amigos del trabajo y, como el lugar quedaba cerca de mi depto., decidí ir
caminando. Y fue esa noche cuando volví a recordar mis primeros días cuyanos y
esa extraña historia volvió a asaltarme. No fueron más de diez minutos los que
estuvimos en el restó porque un estrepitoso ruido nos cubrió y alteró los
nervios de todos los que estábamos allí reunidos. Las excusas comenzaron a
brotar y en cinco minutos me encontré solo en la mesa. Pagué la cuenta y, sin
comprender totalmente lo que había pasado, salí del lugar.
Comencé a caminar y, nuevamente,
una gota cayó sobre mi nariz. De repente, una desesperación atroz invadió mis
nervios e instintivamente comencé a correr. Sentía que me atrapaba. Eran miles
las que bombardeaban mi cabeza. El peso de mi ropa era mayor y más me
desesperaba la idea de no llegar a casa. Faltaban metros para llegar al
edificio, cuando me detuve en seco. Parado bajo el agua, comprendí. Avancé lentamente
los últimos pasos que me quedaban hasta la puerta; perplejo por mi hallazgo,
entré y me pregunté: ¿Por qué será que le tememos a la lluvia? Y sin hallar
respuesta, me acerqué a la ventana y contemplé sin asombro las calles vacías,
espejo de una ciudad apabullada por las tormentas, ciudad a la que hoy
pertenecía completamente.