Un día desperté así, sin ganas. Y
así se consumen mis días desde aquel entonces. No sé si han pasado ya dos, tres
años, tal vez. No hay certezas, solo sé que un día simplemente dejé de soñar y
la vida ya no quiso valer más. Veo, acá frente a un televisor, como todo lo que
es imposible sucede, pero todo es tan lejano a mí. El más allá de la ventana no
me inspira más que suspiros y leves recuerdos de aquellos días en los que… cómo
decirlo…vivía.
¿Qué pasó? Yo también me lo
pregunto. La vida pasó. Pasó por encima de mis ganas, por encima de mis
fuerzas, por encima de mi voluntad. Y yo me dejé ir. Me fui para otro lado,
para el lado opuesto al camino que tomó la vida. Aún no es tarde, sí, esa es
una frase que suelo escuchar de boca de gente que sigue en el camino de la
vida. Pero ellos, ellos no están aquí, del otro lado, viéndolos cada vez más
lejos. A veces pienso que ellos van muriendo. Tal vez en mi cabeza es así,
ellos se van, se alejan. Sería bueno que fuese así, me quedaría un poco más de
eso…eso que da fuerza…creo que lo llaman esperanza. Yo solo me atrevo a pensar
que se llama “eso”.
Sesenta y siete años, un posgrado
y un departamento en el centro son mis únicos tesoros. Los recuerdos de estos
años los acobijo en el colchón que no he podido cambiar por décadas; mis
conocimientos me acompañan donde marche, pero ya nadie cree que sigan vigentes;
mi departamento…mi departamento es lo único que aún no destruyo…o pierdo.
Pero aquí estoy, en mi lecho de
muerte. Todos los médicos coinciden en lo mismo, no hay nada que hacer. La
verdad que me parece increíble que alguien a mi edad esté en tan buen estado.
Yo soy insistente con mi doctor, le digo que no es posible tanta salud, que de
algo he de morirme. Pero no, parece que mi agonía es por esperar la agonía.
Sin embargo, hoy es distinto. Me
levanté con un quejido, como de costumbre. Salí a hacer las compras, como de
costumbre. Me quejé de los autos, de los peatones, del sol, del calor, del aire
acondicionado, de las colas, de la bulla y hasta de un callo, también, como de costumbre. A pesar de ello,
algo en el pecho me decía que este día era raro. De regreso, me tropecé con un
bulto. Otra queja, y casi yéndome, vi de
reojo que el bulto se movía. Me acerqué y encontré enredado y perdido bajo unas
mantas, un pequeñísimo cachorro. Parecía en mal estado, casi agonizante. Quise
“despiadarme” y seguir mi camino, pero el pequeño se acercó como pudo a mis
pies. Era de un castaño desteñido, o tal vez era barro lo que lo cubría. Pero
una cosa era segura, su mirada cristalina llegó más lejos de lo que podía
sospechar. Sin pensarlo ni dudarlo, lo subí al carrito de las compras y caminé.
Mientras recorría las cinco
cuadras que me separaban de mi destino, descubrí que algo se había despertado
en mí. La primera cuadra, ante las piruetas que hacía el perrito en el carrito,
volví a sonreír. La segunda, un niño me pisó y acepté las disculpas sin
quejarme. La siguiente, sonreí al quiosquero, José, que estaba barriendo la
vereda. En la cuarta cuadra, la de la plaza, me animé a mirar jugar a los niños
y hasta me senté un momento y acaricié al pichichu. La última cuadra fue la más
difícil, la más larga… y la que trajo la recompensa. Ya subiendo las escaleras
hasta el tercer piso, descubrí que no había estado en mi lecho de muerte todo
este tiempo: había estado en mi lecho de vida.